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El rescate del primogénito

17 diciembre 2009

Fotos: Lorena Rosales

A veces, el sol es alegría incandescente. Otras veces, un emperador oscuro comandando un cielo de Apocalipsis. Su pincel es una extensión de su hipófisis. La decisión es sublime. Transformar el regalo del subconsciente, dar textura a una inquietud sin nombre. Decir lo que nadie se atreve a decir. El sagrado deber del artista.

Colores: las palabras de la luz. Su sintaxis y su travesía hacia el imaginario popular. Epopeyas de viejas embarcaciones que vuelven a bambolearse sobre la paz del río. Pescadores que amasan el silencio del horizonte con remos de nostalgia.

Esta es la historia de “Bahía Africana”. Una historia que revolucionó el mundo del arte en la Costa del Cacao.

La pintura estaba exhibida en la galería de arte Drumond De Andrade, en la calle Lodonio Masa del centro de Itacaré. Reinaba en el centro del escaparate. Esa madrugada Christophe llegó corriendo, pisando con firmeza los adoquines de la época colonial que aún pavimentan algunas calles de la ciudad. Se paró de frente a la vidriera, agitado. El viento del noroeste, castrador de los marineros mas audaces, había dejado unos cincuenta barcos esperando que el mar se tranquilice. Se mezclaba con una lluvia que nunca figuró en los reportes de meteorología. Golpeaba el suelo con persistencia. Sonaba contra el plástico de su impermeable como un aplauso interminable. En una carrera hacia el piso, miles de gotas descendían sobre la cara externa del cristal. Intentó apartar los hilos de agua para verla. Cuando encontró su pintura con sus ojos, lo confirmó. “Bahía Africana” exhibía un cartel de papel cruzado en diagonal. Decía: vendida.

Frunció el seño. Sus manos se transformaron en garras queriendo arañar el cristal. Sintió su corazón latir como una bomba de tiempo alojada en su cuello. Con los ojos humedecidos, sintió la sal al tragar: el gusto de la bronca abriéndose camino por su tráquea.

Cuando la dueña de la galería lo llamó para darle la noticia la noche anterior, no sintió alegría. Estuvo bien lejos de sentir eso. Ella le comentó que el flamante propietario de la obra era un magnate petrolero de Texas, Estados Unidos.

– Te felicito Christophe. Es la pintura mas cara que jamás hemos vendido, le dijo Grace Rosioli

– No se que decirte, respondió Christophe

Le explicó que el cliente ofreció el triple del valor de su cuadro. Pero para Christophe no era una cuestión de dinero. Porque cambiaría su primer cuadro de la Bahía por un puñado de papel moneda. De esos papeles que los gobiernos hacen en serie de miles de millones. De esos que son tan fáciles de reproducir en una máquina que no tiene alma. Todo lo contrario a su creación. Para Christophe, era una cuestión de justicia.

Se imaginó al Texano. Pensó en su barriga forjada en la opulencia y en la ignorancia. Pensó en su carcajada que sonaba hueca como una hipoteca. Pensó en sus impuestos que financian guerras en países que ni sabe que existen. Imaginó su sombrero de “cowboy” que no dejaba ver sus facciones. Si lo pintara, sería un demonio sin rostro en vez de un mecenas de arte contemporáneo.

De frente al escaparate, la fuerza de la bronca le dibujó la yugular en su cuello. Se presionó la boca con la mano, pensando. Dio media vuelta. Se apoyó de espaldas contra el vidrio, y luego se dejó caer despacio al piso. Se quedó abrazando sus rodillas. Su mirada estaba fija en la calle, como la de un halcón. Habían tres adoquines sueltos. El agua, arcilla líquida, venía desde lo alto del morro en una procesión bulliciosa por las orillas de la calle. Después de su viaje desde las nubes al suelo, se llevó los papeles, hizo rodar los cantos, creció como un arroyo, y se desagotó en vano en las alcantarillas: el hombre le puso fin a su vocación. Esas gargantas de hierro anularon su propósito purgatorio. Inhaló el aroma a tierra mojada mezclada con su amargura. Solo el sabía lo que significaba esa pintura. Y ahora, al igual que la lluvia, se perdería en la ignominia de un mundo ordenado por símbolos erróneos. El comercio era la alcantarilla en donde aquella emoción única quedaría sepultada, cimentando un universo intrascendente.

“Bahía Africana” era un ensayo de la inocencia. La mirada de un inmigrante pisando la tierra de sus sueños. Una reconstrucción del paraíso perdido. La excitación de la trasgresión. Claro que en esa luz estaba todo! El astro rey desapareciendo en un oeste infinito, echando su luz cansada sobre las casitas. La esperanza que ofrecían los muslos de las morenas y sus pechos generosos. El sonido de las olas. Los animales sueltos en la floresta, los pájaros. El lenguaje de la gente como una melodía flotando en el bullicio del mercado. La Mata Atlántica y su resistencia estoica. El cacao, la intemperie. El salitre y el yodo. El candomblé, los ritmos. La burocracia francesa de concreto bien lejos, al otro lado del Atlántico. La cárcel de la civilización y su desarrollo alienante. El escapismo. Sus ojos nublados por la liberación. La naturaleza hombre a hombre diciéndole: acá estoy. Soy todo esto Christophe! Hazme el favor y mata a tus falsos profetas de una buena vez! Porque soy lo que te envuelve, te alimenta y te emociona. ¿De veras piensas que hay otra manera de callar los demonios que te persiguen? “Bahía Africana” era la visión única de un mundo que nunca será lo que un día fue.

Si Christophe Campana cruzara de nuevo en una balsa de madera, si desembarcara en la playa de Pontal y luego quisiera reproducir el mismo paisaje, no podría. Las casas serían diferentes. Los sonidos del Río de Contas no serían los mismos. Porque el tiempo había mudado el alma del pueblo. El progreso había borrado parte de la aldea original, dejando solo rastros confusos para que los turistas no se decepcionen del todo. Las miradas de los nativos ya no eran de calidez y cobijo. Su propia mirada no sería la misma, porque Christoph Campana era otro ser en el momento de su descubrimieto. Un ser de pupilas europeas encandiladas. Blandas. Nada sería igual.

Aquel sujeto lo percibiría? Claro que no!

En vez de eso, su obra viajaría en la bodega de un avión, o en un barco. John Smith, o como sea que se llame, la colgaría en una pared para que pase desapercibido en su casa de campo por doscientos años. En su reverso, anidarían las arañas de la indolencia. Por las ventanas abiertas, los rayos del sol de un siglo despintarían su alma de acrílico y óleo. Como un veneno silencioso, la indiferencia se cobraría su vida segundo tras segundo. Con un poco de suerte, sus tataranietos la recuperarían algún día. Finalmente, en el museo del olvido, donde las paredes son bruma, su mensaje se perdería del todo y para siempre.

Christophe Campana, el maestro francés.

En la primera pincelada de “Bahía Africana”, sus heridas comenzaron a cicatrizar. Su don de transformar la luz creció en su alma con la fuerza de un bananero furioso de la jungla. Cuando acabó de dar los últimos retoques, el cordón umbilical que lo unía a los prejuicios franceses se cortó, y se fue zigzagueando rumbo a ultramar, como una serpiente desterrada. En ese momento de la pincelada final, renacía en una tierra donde el pasado no significaba nada de nada! Los amores rotos, el pesar, los secretos oscuros de su infancia en la campiña y los demás fantasmas que lo acechaban, serían las páginas de un libro que quedaría cerrado para siempre.

Sentado de espaldas al escaparate, Christophe cerró los ojos y miró hacia el cielo que se derrumbaba contra sus párpados, sus mejillas y su frente. Respiró hondo para desalojar el desasosiego de su pecho. Fue inútil.

Volvió a fijar los ojos en los adoquines sueltos de la calle. Se levantó. Bajo la lluvia miró hacia los costados. Se agachó y tomó el mas pesado de los tres. A esta calle la hicieron los esclavos, pensó. Puso una rodilla en el suelo. Se imaginó a los fazenderos portugueses maltratando a los negros. Debería pesar unos tres kilos. La lluvia era brava, pero imperceptible detrás del remanso de emociones que congelaron su rostro. Se dio vuelta. Hizo tres pasos en dirección al escaparate con la piedra en la mano. Levantó su mano por encima de su cabeza. Sus ojos penetraban la vidriera con saña. Mientras la arrojó, gritó al límite de su capacidad pulmonar.

Se quedó mirando, bajo la lluvia, paralizado por unos segundos. El azar de un golpe de piedra puede cortar los cristales de la misma manera que el cosmos nos determina, con su pulso, la vida misma. Eso pensó mientras veía los vidrios explotar en mil formas irregulares. Por el hueco entraría sin problemas. Una alarma comenzó a sonar. Christophe trepó indiferente hacia donde estaba su obra. La tomó del marco y se reencontró con ella. Tragó saliva. Rememoró cada visión, cada pincelada, cada gota de sentimiento. Fueron treinta segundos de redención.

Abrió su impermeable y colocó a “Bahía Africana” junto a su pecho. Lo cerró, y salió corriendo bajo la lluvia. Ahora nada ni nadie podrá arrebatársela.

– Fue como rescatar a mi primogénito, dice Christophe Campana, visitante ilustre de la Posada Mandala

"Bahía Africana", obra maestra de Christophe en suelo Brasilero, a salvo en algún lugar de Itacaré.

Elogio de la Tanga

2 diciembre 2009

De frente a la ventana, bebiéndose un trago de aire del atlántico, Nicolás quiso aminorar su tedio. El viento marítimo olía a felicidad. Pareció añorarla al frotarse con la punta de sus dedos su pecho de pelaje bicolor. Apretó las manos en los marcos de las ventanas abiertas de par en par. Sintió que la Francia de sus amores quedaba demasiado lejos. El viento de la playa de Itacarezinho lo refrescó, pero no le arrancó la desgana. Era como si el salitre le oxidara de a poco el sosiego. Notó, sin sorpresa, el charco de la luna llena volcado en ultramar. Cerró las ventanas y al darse vuelta, la luz íntima de la suite del Txai Resort de Itacaré le iluminó tres cuartas partes del rostro. Quedó visible la irritación ocular que el colirio no supo despintar. Sus párpados estaban a media asta.

Itacaré era diferente a su París natal. Era tropical y exuberante. Tenía playas semi desiertas en vez de viñedos. Tenía morros selváticos en vez de torres de metal. ¿Por qué habría de sentir aburrimiento? Después de todo, estaba en su luna de miel. Viviendo el ritual de amor que el mundo había inventado para los amantes novicios. ¿Por qué sentía ese vacío? Su segunda esposa era un trofeo: era jóven y dorada. También era un símbolo de status. Carla era famosa y cara. Ella era todo, y lo único que buscaba en una mujer.

Inhaló profundo una vez mas. ¿Era la rutina? ¿Podía ser eso? ¿Ya se había cansado? No había otra explicación. Estaba sintiendo la calamidad del matrimonio adueñarse de la situación. Las frutas frescas del jardín de la pasión se descomponían bajo el veneno de los pergaminos de la unión civil. Sintió nostalgia del arlequín apasionado por el día a día, dueño de una sonrisa inquebrantable. Se buscó en su memoria prodigiosa y se vio como un recuerdo difuso y lejano: de la misma manera que recordaba a un pariente pobre que tenía en Marsella.

Jean Michel Daumas CEO de Lola Luna G-Strings

Recordó una canción del trovador George Brassens que se llama «el anti pedido de matrimonio». Se detuvo en una metáfora: “no ahorquemos a cupido y le clavemos su propia flecha en la garganta”. Apretó las mandíbulas. Miró el televisor de cincuenta pulgadas prendido en una novela de Gloria Perez que contaba historias de Samurais que emigraron desde Okinawa a Rio de Janeiro y se convierten en héroes narcos en una favela. Agarró el control remoto con bronca. Sintió que Brasil es capaz de mirar cualquier mierda y mantener esa alegría pétrea. Cambió de canal en el acto. Puso la MTV. Peor aún. Agitando con vehemencia las manos enfundadas de oro, “Lord Gervas”, el rapper del momento en EEUU, cantaba su hit “Banging da ho with my niggas”. El sintetizador secuenciado sonaba demasiado automático. Los colores estaban saturados. Las mujeres estaban desnudas manoseando a los actores del video clip. Exhaló cerrando los ojos y negando con la cabeza. Apagó el televisor. El mundo le pareció, a través del plasma achatado, un agujero de mala muerte. Después de mucho silencio, decidió decir algo.

– Te das cuenta Carla? Dónde quedó Mozart, donde esta Beethoven, Wagner?, parado frente a ella argumentaba con sus brazos abiertos. –Dónde está Edith Piaf? Concluyó pegándose en el muslo desnudo con la palma de la mano. Ella ni lo miró.

– Dónde quedó George Brassens? Donde!, murmuró de espaldas, camino al baño de la suite. Ella no lo escuchó.

Resopló llenando los cachetes de aire primero, y soltándolo de a poco por la boca haciendo tiritar los labios, al descubrir que su esposa no lo escuchaba casi nunca. Entró al baño. Se ubicó al frente del inodoro. Separó las piernas del ancho de sus hombros, como lo recomienda el Tao Te King. Comenzó a orinar. Deseó ser un poco menos inteligente y mejor dotado. Sintió olor a café. Hizo girar la cabeza en sentido antihorario, lentamente. Apretó los ojos. La micción era débil. Pensó que sería su estado de ánimo, en vez de la elefantiasis prostática que aquejaba a sus ancestros mujeriegos y tarde o temprano lo abordaría con certeza. La genética es una lotería, o una condena, concluyó mientras guardaba su pene en el calzoncillo de seda Yves Saint Laurent. A la vuelta, se detuvo en el espejo. Estudió a un hombre que debería sentirse afortunado. Pero sus hombros tirados hacia delante y sus pies casi arrastrados al caminar, decían lo contrario. Sin convicción, entonó otra parte de la canción de Brassens. “La hermosa manzana prohibida, una vez cocida, pierde su sabor natural”. Se puso el dedo índice y el pulgar sobre las cejas. Se frotó los ojos cerrados.

Abrigado con su reloj Cartier con sus iniciales, regalo de Jean Marie Le Penn para su cumpleaños, con sus sandalias de entre casa y su calzoncillo que no alcanzaba a apretar sus piernas flacas, era difícil ver el héroe de las revistas del corazón, que allá en París, lo convirtieron en un mito sexual. Así, con ese cuero rayando la adultez total, sin cubrir por diseñadores europeos de culto, no parecía un adonis cincuentón. Así, aguantando las maneras frías de su esposa sin poner la mínima resistencia, no parecía el campeón infatigable capaz de desafiar al diablo en un debate por la cadena de televisión estatal francesa.

Nicolas Sarkozy se sintió, esa noche, dentro de las cuatro paredes de la suite nupcial, un esposo mas: un mártir de huevos indestructibles. Ningún decreto de necesidad y urgencia lo podía ayudar a palear el sin sentido de haberse casado. Ni la poderosa mayoría del congreso comprada con favores millonarios, aliviaría su agonía existencial. Ningún jefe de estado de la Unión Europea podía acudir a auxiliar su mala sangre. Su poder de oratoria, el principal capital de su vida, solo le servía para argumentar en vano contra ese espejo de dos metros de altura.

Estoy en una situacion “cul de sac”, pensó, y se sentó vencido en un sillón de madera labrada. Se abrazó a si mismo, hamacándose, buscando algún recoveco de seguridad en su niñez perdida, mientras miraba en dirección a donde estaba ella.

– Y ahora que?, se preguntó en voz baja.

Echada boca abajo en la cama, ajena a todo, con los dos pies en el aire y las rodillas dobladas, Carla Bruni escribía una canción para su nuevo disco “Deshojando mis helechos”. Solo paraba de escribir para tararearla. Nicolás sufría su voz indefinida como un taladro dodecafónico. Se suponía que se habían elegido mutuamente por sobre el resto de los humanos de la tierra. Pero el hastío se asomaba como el tercero en discordia, diciendo con sus ojos lagañosos: los culpables no son ustedes, soy yo.

Nicolás tragó saliva con dificultad, como deglutiendo su error. Una semana después de su casamiento, habían echado a cupido a las brasas de la hoguera de las vanidades. Cupido! con sus rulitos de oro, sus manitos gorditas, su arco, y su pitito de querubín. Que mierda estaba pensando cuando se casó! Si ya lo había dicho Groucho Marx, su cómico de cabecera: “el que se casa y se separa, y luego se vuelve a casar, no merece haberse librado de su primera mujer.”

Después de aparecer en la tapa de la revista Elle, Cosmopolitan, People, Times, y otras de igual nivel como la pareja mas perfecta del universo, estaban ahí, víctimas de la incomunicación entre ambos géneros, tan masiva y contagiosa como la gripe porcina en su cepa mas pandémica. Presos del automatismo inerte de la realidad marital, que todo lo achata como la gravedad misma del universo.

Nicolas y Carla enamorados. Mejores tiempos.

De ese fuego antiguo del noviazgo, capaz de detener los ascensores de París en los entrepisos para darse sexo desenfrenado, solo quedaba el humo. Pero no todo era ruin: habían elegido la Costa del Cacao como destino de su luna de miel.

Mientras tanto, los grillos y las aves nocturnas debatían con sus sonidos la retirada de la marea. Los minutos estaban estancados y las olas acariciaban sus oídos con guantes de espuma como una nana legendaria. Nada le pertenecía. En cambio, su matrimonio si, como a Sísifo le pertenecía la roca gigante que tenía que empujar para siempre. Sin dudarlo, le hubiera ofrecido su alma al diablo a cambio de su libertad perdida, pero la había empeñado antes para ganar las elecciones presidenciales. Acorralado como un león, recurrió a la violencia.

– Carla, otra vez escribiendo esa mierda de canciones! Hasta cuando!, le gritó.
– Bastardo fachista! Le contestó ella, en bajo volumen, sin mirarlo a los ojos.

Apretó las mandíbulas de nuevo. Resopló “a la francesa” otra vez más. La naturaleza simbiótica de su relación estaba expuesta. Estudió por enésima vez la figura desnuda de la primera dama sobre una cama de cinco metros por cinco metros. Gaughin la hubiera inmortalzado y yo le quitaría la vida, pensó. Pero algo pasó de repente. Se detuvo en su piel blanca, sus labios sugerentes, sus ojos verdes semi orientales, y percibió en el ambiente su perfume juvenil mezclado con la progesterona. Se dejó embriagar. Le pareció comprender que el amor es como el océano. Con sus mareas y sus demonios. Con sus mitos y sus tesoros. Con su temperamento urgente y su salinidad erótica. Inhaló y cuando exhaló, dejó salir el sentimiento. Estaba confundido, pero aún podía reconocerlo.

– Merde Carla….Je táime, le dijo, y se abalanzó sobre ella.

Comenzaron a jugar en la cama. Ella sonrió por primera vez en el día y tiró el bolígrafo Mont Blanc y el papel con la letra de su nueva canción en la alfombra de quince centímetros de espesor. El alcanzó a leer una parte: “Mi corazón es el genio que está preso en la botella”. Comenzó a besar su cuello. Se tocaron con precisión. Después de media hora de diversos juegos íntimos, notó que tenía hasta el momento, solo media erección.

– Será posible! Mierda!, gritó de nuevo Nicolás

Se puso a analizar mirando al techo, las posibles causas. Entonces la repasó de nuevo. Y de repente lo vio todo claro.

Carla Bruni estaba totalmente desnuda. Supo de inmediato que algo le faltaba.
Se levantó de la cama. Salió hacia el guardarropa. Buscó en el armario, adentro de una caja roja, y la sacó. La pesó en su mano: era casi imperceptible. La acarició. La olió, aunque estaba nueva. La tanga era color piel. La desplegó en frente de sí con una sonrisa triunfal . Era el modelo “Ouvert” de tangas Lola Luna.

Jean Michel Daumas, el apóstol del amor, diseñador y fundador de Lola Luna G-strings (Tangas). El es tan grande como los Rolling Stones. Se lo dije.

Algunos pueden cometer el error de pensar que es tan solo un pedacito de tela unido por tres hilos. Pero Nicolás sabía que no era tan sencillo. Sabía que esa creación artística era la suma de muchas horas de análisis y reflexión.

Las tangas Lola Luna despliegan, en su minúsculo cuerpo de encaje, una comprensión profunda de la desnudez humana. Para llegar a este diseño, abierto en la entrepierna, se necesitaba dominar filosofía. Entender la opresión sexual que sufre el cristianismo desde sus orígenes allá en el jardín del Edén. Este mini artefacto de sugestión erótica, era el resultante de horas analizando el peso de la genitalidad humana al descubierto. El mundo comenzó en ese espacio llamado útero. Al sentir la vergüenza de no ser una divinidad, el hombre quiso ocultar su origen para siempre. Primero con hojas de bananeros, luego con una serie de elementos textiles obsoletos, hasta llegar al límite de este nano cobertor de 9 gramos. Más aún: Sodoma y Gomorra ardieron y gente quedó convertida en sal por el poder de la culpa picoteando la conciencia cristiana, como un pájaro carpintero poseído por el demonio. El dolor de haber perdido el paraíso, que solo se puede contrarrestar mediante la ilusión de cubrir las partes pudendas.

A Jean Michel Daumas, el demonio le dio una tijera, un lapiz, y un pedazo de tela. Su imaginación hizo el resto.

Ya con la tanga en la mano, Nicolás comenzó a sentirse victorioso. Sintió que estaba duro, y no tuvo mejor idea que cantar las primeras estrofas de la Marsellesa:

– Vamos infaaaa-aaantes de la pa-aaaaa-tria, el día de la glooo-oria ha llegado.

Haciendo el sonido onomatopéyico de un caballo en celo, corrió del vestidor a la cama. Tomó los bordes de la tanga con los dos dedos índices. Sus glándulas salivales se activaron. Despacio y con oficio, colocó la la tanga en Carla.

– Oh lá lá, mon amour
– Voilá, respondió ella con una carcajada de serpentina

Ya con la tanga puesta, quedó mas desnuda que sin ropa.  La ilusión óptica le dio resultado.

– A la mierda con la decencia Carla! Porque soy el gran voyeur. Un Napoleón que lucha contra la prisión de los tabúes. Gritando para arriba como un delirante continuaba: – A la mierda con todo mon amour, soy el presidente del país de la subversión moral y artística, bendito sea! La del Mayo del 68. El último bastión del erotismo sutil. Carla le contestó mostrándole dos dedos humedecidos por la efervescencia del presidente.

Arrodillado en frente de su esposa, con el poder corriéndole por las venas y en estado de ebullición , se sintió como un sacerdote azteca listo para un ritual sangriento. Respirando agitado, con los ojos desorbitados, bajó hasta el ombligo de Carla, y lo primero que hizo fue rugir. Luego con actitud canina le arrancó la tanga de un mordiscón.

Nadie sabe que sucedió el resto de la noche. De eso no hubieron registros específicos.

Pero en Mayo de dos mil ocho, Jean Michel Daumas, fundador y jefe operativo de Lola Luna Tangas, recibió una nota del presidente francés explicándole esta historia de puño y letra. La carta estaba firmada solo con las iniciales, por una cuestión de seguridad. La última línea decía:

– Usted y George Brassens hicieron mucho por mi. Muchas gracias. NS

Jean Michel lo cuenta y sonríe. Enciende un cigarrillo. Mira el atardecer ocurriendo a metros de nosotros, en la Ponta de Xaréu, y la luz naranja le devuelve un tono indomable al verde de sus ojos. Está apoyado en uno de los pilares de la Posada Mandala: un tronco de Condurú. El olor del cigarrillo se mezcla con el del almizcle de la madera resecada, y ambos aromas invaden nuestra atmósfera como un ejército invisible.

– Te gusta George Brassens?, indago.
– Seguro Eduardo, habría que hacer versiones Bossa Nova de el. Eso sería fantástico.

Diferentes modelos de tanga Lola Luna

"Cuando el amor es creativo, no conoce límites" dijo el apóstol Jean Michel Daumas

Fotos: Lorena Rosales

Historia de una máscara

13 noviembre 2009

Nilzo Dos Santos Conceiçao siempre quiso ser artesano. Lo deseó con avidez desde niño. Lo anheló con consistencia, pero también con conflicto: era el único heredero de un imperio de bienes raíces y corretaje accionario de Rio de Janeiro. A pesar de esto, jamás olvidó su vocación. Sus sueños de transformar un pedazo cualquiera de materia en una manifestación compleja de los sentidos, eran recurrentes. Su habilidad única.

Antonio Dos Santos Conceiçao enviudó el día en que nació Nilzo. Era el presidente honorario de Santo Antonio ‘Investment Bank’, y el accionista mayoritario del conglomerado Sitio Paraíso Desarrollos. Una buena rebanada de Rio de Janeiro pertenecía a sus empresas.

Antonio quiso tentar a Nilzo, con los beneficios de pertenecer a una casta afortunada. Aprovechó cada chance para encarrilar a su hijo en la avenida de la aristocracia carioca. Quisó embutir, vía institutrices intransigentes, las maneras refinadas del “jetset”. Lo entrenó para que dominara con maestría patricia el arte de la conversación banal en las salas de estar.

Pero Nilzo aprendió a soñar despierto, mientras los amigos de su padre le hablaban de dinero en yates y façendas de caña de azúcar. Aprendió a mezclarse con total naturalidad, y sin deseo, con esas familias de abolengo. Conoció de cerca, el ácido humor inglés en el nieto de Churchill, la inmutabilidad de un magnate relojero suizo y la arrogancia de un porteño argentino, sabelotodo. Todo indicaba que era un burgués pura sangre, salvo un detalle: los callos en sus manos percudidas. Nilzo practicaba la artesanía en cada segundo que tenía libre. Su cuarto se llenó de vasijas de barro y de cerámica, duendes de plastilina, y miniaturas de barcos de madera. Su padre no entendía del todo a su hijo. Aquello era algo que le traería dolores de cabeza.

Un día en el club social, el aburrimiento lo pellizcó en las manos. Decidió actuar. Unió los corchos de las botellas abiertas de Champagne Pommery, con los escarbadientes usados. Las figuras abstractas, exhibidas sobre la tapa blanca del piano de cola Steinway, produjeron gemidos y bufadas hasta en los más inconmovibles. Antonio se abstuvo de regañarlo. Sentía una mezcla extraña de vergüenza y admiración por el talento de su hijo.

Nilzo encontró así una manera de no morir de aburrimiento entre los ricos, que lo veían como a un fenómeno de circo. Escapaba de ese ambiente denso tejiendo trenzas a los otros niños, fabricando grillos y langostas con los tallos de las orquídeas de los jardines inmensos en las casas a las que era invitado.

Su padre empezó a dudar que su hijo fuera capaz de relevarlo en el timón de sus emprendimientos. Lo encontraba con una sonrisa de satisfacción escondido en lugares insólitos, deshaciendo los ruedos de sus propios pantalones, convirtiendo cortinas y manteles, en hilo para hacer pulseras, margaritas y atrapasueños tejidos con puntos imposibles.

Nilzo regalandome una pulsera

Hasta que un día Nilzo, ya adolescente, fue muy lejos. Estaban en el jardín del palacio del Coronel Rodrigues, entonces mano derecha del dictador Figueredo. Esa noche esculpió en pocos minutos un ligustro con la forma de dos dedos en V.

– Muero por verte desarmar y armar un fusil con esa destreza -, le dijo el Coronel.

– Los dos dedos en V son de John Lennon, el apóstol de la paz, mi coronel -, respondió Nilzo. Su padre tragó saliva y se preparó para lo peor. – También recuerdan la cantidad de neuronas que tiene un tirano -, añadió.

Antonio se lanzó a pedir perdón ante la mirada atónita y murmullos temerosos de los asistentes. Fue en vano. Ese arresto de espontaneidad, propia de todos los artesanos, fue el comienzo del fin de la privilegiada vida social de los Dos Santos Conçeicao, a quienes nunca más invitaron a sus fiestas. Nilzo estaba feliz de no mirar a los ojos sus maneras de cartón, su falso interés mutuo, sus logros insignificantes y pasividad helada frente al hambre del planeta tierra.

Cuando cumplió los diecinueve años, preparó una muda de ropa y metió tres carreteles de hilo de macramé adentro de un bolso de cuero de iguana macho, que el mismo confeccionó a la perfección. Pensó en el aire de la libertad y acarició su rostro. Dejó el peso de sus lujos caer por un abismo imaginario. Se quedó un instante con los ojos cerrados saboreando la osadía de caminar un país sin ninguna agenda, más que un pie descalzo siguiendo al otro. Vio la libertad al abrirlos, inoculada en horas de conflicto adolescente, victoriosa como una alondra en el cielo.

Espero la noche. Cuando el reloj tocó las veinte horas entró en el cuarto de su padre. Se sentó a los pies de su cama. Lo buscó con su mirada y al encontrarlo le recordó que estaba en control de su propia vida. Le agradeció por su amor, entrega, e intenciones. Sobre la cama dejó un medallón de oro con la imagen de San Marivaldo, patrono de los patronos de la estancia, regalo de su abuelo, un millonario pionero de la industria telegráfica brasilera. Le dio un abrazo, al cual su padre no opuso resistencia, pero tampoco supo devolver.

– ¿Qué harás?

– Seré un artesano. Viajaré por mi país. Luego viajaré por el mundo. Ese es mi llamado -, le dijo besando su frente.

Antonio supo que Nilzo hablaba en serio. Percibió en sus ojos una mirada inevitable. Lloró la partida de su varón compañero. Algo en él se quebraba para siempre.

Al quedar sin Nilzo, la soledad se le adhirió al rostro. Las flores de su mansión se marchitaron, y los musgos vinieron a cubrir con su verde olvido la piscina del patio. Comenzó a beber. Ya sin ninguna razón para luchar, Antonio Dos Santos Conceiçao comenzó a apostar su riqueza en mesas de póker. Frecuentó lugares de menos linaje y terminó jugando su vida en las riñas de gallo con gánsteres cariocas. Las últimas migajas las empeñó en carreras de caballos.

Habían pasado entonces veinte años desde que su hijo Nilzo decidiera irse de su lado. Cerró los ojos y vio en la penumbra de  la ebriedad una mancha borrosa proyectada en el telón de sus párpados: era la felicidad fugitiva. Los abrió y vio a un borracho melancólico reflejado en el espejo, con su barba espesa bajando hasta la nuez de Adán, su piel pálida como el moho que cubre a las naranjas que comienzan a pudrirse, la hinchazón agorera del hígado cirrósico asomando en su vientre como una bola de angustia.

No le importaban ni las deudas ni las amenazas de muerte de los sicarios que se aparecían hasta en sus sueños como arcángeles malditos. Su existir era un pueblucho de callejones sin salida. Ante el horizonte plomizo de la ‘cidade maravilhosa’, resolvió cambiar su vida.

El día tres de Julio de mil novecientos noventa y uno, se embarcó en el teleférico que lleva al Pao de Açúcar. En el transcurso de su viaje a la cima, escuchó a los cables gimiendo bajo el peso del funicular. Sonrió contra su propio reflejo en la ventana, que ofrecía el panorama de Ipanema. En el suelo yacía una postal del Cristo Redentor, entre sus dos zapatos despintados por los ácidos gástricos de años de borracheras y vómitos.

Sintió la voz de su ciudad natal como murmullo lejano. La imaginó durmiendo un sueño dulce de Bossa Nova. Cuando el silencio de la altura lo aturdió de nostalgia, vio en la Bahía de Guanabara los ojos de su esposa muerta. Se refugió en ellos. Su vida era un manojo de sentimientos fugados, anhelos que jamás volverían. Se tomó la cabeza con los brazos. Refregó sus ojos con los puños cerrados. Maldijo su suerte con un grito.

Los callejones de mala muerte que lo vieron rebotar en sus paredes, mareado de cachaza, ya no podían arañarle los codos. Las putas viejas de cinco cruzeiros con dentaduras incompletas, ya no se reirían de él. Nadie podía herirlo más. El Cristo Redentor lo esperaba con los brazos abiertos.

Abajo, Río se encendía. Dentro de poco aparecerían los travestis, la tropicalia y el carnaval nocturno. Los sueños evaporados por esa maldita costumbre de amarrarse a las promesas vanas, y esa fatalidad ante los cantos de sirenas en Copacabana. Atrás dejaba su pasado, con glorias y derrotas. ¿Dónde estaría Nilzo? La sangre de su sangre. Lo imaginó indefenso vagando por las calles de un país que maquilla su dolor en los golpes de tambor, fútbol y sexo alquilado. Se alegró al entender que lo único auténtico que había tenido era su hijo, el artesano. Un artesano versado en las rutas del ser humano. Políglota e intérprete de los lenguajes del hombre común.

Ese tres de Julio de mil novecientos noventa y uno, Nilzo se hacía un tatuaje en Athins, Lençois Maranhenses. Un manifiesto que invitaría a las personas a sobreponerse a sus temores, a conocer lo que existe debajo de su piel. Una metáfora del mundo, donde el interior pasa desapercibido. Tendido sobre una camilla metálica con los ojos clavados en el cielorraso, el tatuador cambiaba su identidad. Lo volvía diferente a los demás. Consciente de que para el hombre, lo diferente genera miedo y el miedo odio, debía hacer algo extremo. Tatuar su cara causaría cuestionamientos. Sería una máscara, una real, distinta a la que hacía mucho, el mundo le había pintado.

Llegada la hora, en la cima del Pao de Açúcar, Antonio Dos Santos Conceiçao sucumbía ante el desasosiego. Nilzo soportaba el dolor de las agujas perforándole la cara. Los dos, cada uno en su lugar, sufría el castigo de un dolor agudo. Antonio cerró los ojos y sintió el viento sobre su rostro. Su vida era una caverna sombría donde habitaba un monstruo llamado pasado. Descendió tranquilo, sin gritar, como si lo hubiera hecho antes. Pensó en Nilzo una vez más y una extraña sensación de libertad reemplazó al vértigo. Fue consciente en su último suspiro, cuando su cuerpo chocó contra la superficie del mar, que la máscara que había portado se acababa de romper.

– Sentí algo extraño -, dice Nilzo Dos Santos Conceiçao describiendo el momento en que las agujas perforaban su epidermis facial.

Carga sus artesanía al hombro y sale de Posada Mandala hacia Praia da Concha. Camina lento. El viento todavía acaricia su rostro.

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Sangre de Buey, rey de Itacaré

24 octubre 2009
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Sangre de Buey visitando la Posada Mandala en un desayuno

Sangre de Buey, quieres saber quien soy? Tu allá, yo acá, los dos sin parpadear. Hablemos la verdad. Solo uno de los dos, sufre la gravedad. A uno solo le arde, la libertad. Es victorioso tu canto sobre el espacio. Es fracaso este fósil, abecedario. Símbolos fósiles estériles, palabras fracasando, contra las paredes. Sería tu aprendiz, si entendiese al viento. Sería tu guardián, en vez de carcelero. Roja sangre de buey, fuego en tu pecho. No necesitas nada, solo alimento. Una rama amiga será tu casa. Cuando en la noche del mundo, no haya mas nada. Cuando el ojo voyeur del hombre triste, sirva a las llamas, de combustible. Llamas rojas, rojo pecho, la sangre en tu pelo, es un amuleto. Pintado por los dioses que se nos ríen. A Ícaro y a mi, tan inservibles. Alas derretidas, fuego rojo y codicia. Tiraré mis piedras, y mi avaricia. Quedaré desnudo, será mejor. Hombre desnudo, desnudo el miedo y el dolor. Aún así nunca, sabrás quien soy. Por matar el hambre mataré a los dos. Muerte roja, hermana de la supervivencia, vive en mi pecho, la sangre alerta. Pasará mañana, porque ya pasó. Mañana, ayer, y presente, tres puntos de una pendiente. Mañana es la cima, cuesta arriba arrastrando, la culpa siniestra del ser humano. Tu sueltas la rama, solo se aferrarme. Al ayer, al mañana, al presente: los tres afluentes de mi vertiente. Porvenir, meridiano dudoso. Migración, porvenir forzoso. Vuelas por que no esperas nada, porque no hay avenidas memorizadas. Vuelas porque lo inmenso es un recinto. Vuelas porque en tu reino no hay laberintos. Vuelas porque escuchas, los gritos sordos, los de tu instinto. Reino del instinto, un recinto inmenso. Para mi: gran laberinto. Miro de nuevo y te veo distinto. Has vencido, mientras desisto.

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Foto irrepetible del Sangre de Buey en la puerta de la Posada Mandala

Nunca temas no regresar. Desde lo alto seré imperceptible, como olvidar. Seré un reflejo dudoso sobre la mar. Bate las alas, punto de fuga: la inmensidad.

Sangre de Buey sobre uno de sus tronos en la rama de la Papaya. También es conocido como Red Tanager, pájaro típico de estas latitudes. Fotografía: Gustavo Legaz

Sangre de Buey sobre uno de sus tronos en la rama de la Papaya. También es conocido como Red Tanager, pájaro típico de estas latitudes. Fotografía: Gustavo Legaz

El gobernador y su sonrisa (Fotos: Hilary Smith)

18 octubre 2009

Lisandro Magalhaes Barbosa abrió la puerta. Entró en el consultorio. Se paró frente al escritorio. No miró a la secretaria, e hizo la última pitada del puro de cincuenta dólares marca Cohiba, regalo que le hiciera su nieto en su onómatostico número noventa y cinco. Mientras el humo viscoso entraba, su rostro se deformó. Sus labios desaparecieron dentro de la cavidad bucal. Su nariz se acercó a escasos milímetros de su mentón, resaltando dos cuencas semivacías por donde se asomaban, tímidos, unos globos oculares vidriosos, coloreados por arterias cada día mas rojas y ramificadas, cubiertos malamente por dos párpados estirados por el tiempo, donde una vez hubieron pestañas. Los pómulos surgieron como dos alaridos puntiagudos. La vejez apareció toda al unísono, como un rompecabezas terminado.

En esa versión de el mismo que entró en el consultorio del dentista, no había ni rastro del terrateniente que otrora surcaba algodonales infinitos. Ni la sombra de ese macho que cabalgaba veloz, con destreza de centauro, camino al atardecer fulgurante que se cernía sobre su imperio familiar, como una bendición de rutina.

Sentado en la sala de espera, el ex gobernador apagó el cigarro en un cenicero de esos que tienen arena adentro, haciendo movimientos circulares al compás de una tos escueta.

Dr. Carvalho trabajando, Azahar mirando

Dr. Carvalho trabajando, Azahar mirando

Lo único que necesitaba para volver a ser el hombre mas poderoso del estado de Espíritu Santo, estatus heredado de sus ancestros portugueses tan diestros con el látigo y la usurpación, eran sus antiguos dientes. Ya no estaban ahí como un arma. No eran los guardianes invencibles de su antigua sonrisa victoriosa, con la que coronaba frases de amor que hacían mearse a las hadas de emoción. Esos molares que los odontólogos identifican con el número dieciséis, diecisiete, veintiséis, veintisiete, treinta y seis y treinta y siete, eran los que comprimía con fuerza para activar esos aterradores músculos mandibulares, que en el pasado le dieron una apariencia de dragón embravecido que metía tanto miedo a sus súbditos. Solo que hoy en día, descansaban desperdigados, al igual que el resto de su dentadura, por cuatro o cinco continentes.

Gente molesta tratando de desconcentrar al Dr. Carvalho

Gente molesta tratando de desconcentrar al Dr. Carvalho

Era cierto, el ex gobernador Lisandro Magalhaes Barbosa, se había dado el lujo de desdentarse en interminables cuotas, y en los lugares mas exóticos del mundo. Había sembrado su sonrisa por todo el planeta. Aún recordaba los detalles. Su primer canino caído allá en Cornwell, en una sobremesa, riendo con Lord Kersley del bombardeo británico a un indefenso país cuyo nombre sonaba tan divertido. Luego un incisivo en esa conferencia de Oslo, donde confundió en el ágape, una perla cultivada con un caviar gigante. El colmillo superior derecho en aquel baño de calor de Finlandia, cuando los chorros de sudor le deshidrataron la encía, matando el nervio y la raíz. El inolvidable colmillo que sucumbió ante un cabezazo de una amante Checa que no pudo dominar el violento espasmo orgásmico provocado por la lluvia de dólares recibidos por sus servicios nocturnos, más que por la breve perfomance de perro necesitado del ex gobernador.

De la misma manera que Michelangelo se volvía loco para esculpir, yo me enloquezco haciendo dientes, dijo el Dr Carvalho

Moldeando la sonrisa del gobernador con cera, la que primero derrite en la lampara de bencina

Miraba hacia el suelo, como buscándolos en el fondo de un río semi transparente tan parecido a la memoria, y Lisandro Magalhaes Barbosa recordó de repente ese premolar que quedó incrustado en un obsceno bife de chorizo de ochocientos gramos de una parrillada Argentina, en la época de glamour de ese país vecino que desde hace décadas está gobernado por facinerosos avarientos.

Su memoria prodigiosa lo llevó por todos los recovecos posibles, desde la primera dentición láctea, hasta la última pieza desprendida hacía una semana: el lateral derecho superior, que tardó en ser devorado quince años por una carie de apetito perezoso.

Lisandro Magalhaes Barbosa, capaz de masticar a duras penas solo el humo de un habano, los había perdido uno por uno. Su boca se había deshojado como una margarita de huesos fugitivos. Y al final los perdió a todos. Todos menos uno: el canino inferior izquierdo, con el que aseguraba de costado esos habanos caros y gruesos que quedaban inamovibles en el agujero marchito de su boca: el último baluarte de un varón que siempre ostentó maneras ásperas.

–El Doctor Diogo Carvalho lo atenderá en diez minutos vió?, dijo la jóven y exuberante secretaria.

Asintió en silencio. Le devolvió una sonrisa de caballero altivo, confundida atrás de su epidermis cansada: esa tela arrugada por gesticulaciones que tradujeron, a lo largo de un siglo, todas las variantes emocionales posibles que un ser humano puede sentir. Pero la secretaria ni reparó en eso. Y el esperó. Porque desde que la tercera edad se había posado en el, esperaba con paciencia atlética a donde quiera que el fuera. Ya se había vuelto un talentoso de la espera.

–Lisandro Magalhaes Barbosa, es su turno, le notificó la secretaria a los pocos minutos.

Se levantó apoyado por su bastón, y se encaminó hacia el despacho con pasos lentos. Cuando entró, vio al Dr. Carvalho de punta en blanco, con un barbijo en el cuello. Este lo hizo pasar, le dio la mano. El olor a mercurio, plata, estaño, cobre y zinc de las emplomaduras, le dieron ese metálico sabor de la duda. Las luces frías del neón chorreadas sobre un sillón forrado en nylon que mostraba mangueras, espejos y caños, le hicieron reconsiderar la odisea demente de haber venido a recuperar la oclusión. Por eso cuando se sentó, comenzó a temblar. El jóven odontólogo entendió al anciano y comenzó a hablar de cualquier cosa para distraer su atención.

–Me estoy yendo mañana al alba para Itacaré, una ciudad de pescadores en Bahía. Tengo una reserva en la Posada Mandala, le dijo, mientras le examinaba el único diente tricolor con una herramienta para testear la porosidad. Esa única pieza del museo bucal al que asistía perpplejo, estaba milagrosamente fuerte.

Con oficio, el Dr. preparó una pasta blanca, sabor a menta, y la vertió en un molde agujereado, con la forma de la encía inferior. Cuando terminó se la hizo morder. Cuando la sacó de su boca, observó la única huella de su dentadura. Un certificado de ausencias. Repitió la operación en la encía superior. En esta no había nada. Se sintió vulnerable de ser tan humano. Porque sabía que esa persona que estaba ahí temblando y entregado, era también él. Era su padre, su abuelo, y sería también su hijo y su nieto. Esa persona éramos todos, pensó.

Volvió su mirada hacia el sillón, donde yacía Lisandro Magalhaes Barbosa, echado con todo el orgullo expuesto de sus noventa y siete años de fragilidad, y sintió la necesidad imperiosa de poner dientes en esa boca. La tecnología y sus estudios se lo permitían. De modo que sintió un llamado inexplicable. Ensordecedor. Supo que este era un caso especial. Urgente. Un caso que ameritaba trabajar en el medio de las vacaciones. Entonces lo acompañó hasta la puerta, y mas allá todavía. Lo ayudó a bajar los escalones. Salió a la calle con el. Camino hasta la esquina, tomándolo del brazo con aprensión familiar. Le ayudó a conseguir el taxi. Cuando estaba por embarcar, lo miró a los ojos. Quería encontrar sus pupilas ajadas para decirle lo que quería decirle.

— Lisandro, su sonrisa estará lista en veinte días. Así tenga que escalar por sobre los cuerpos de mis pacientes para conseguir el tiempo para terminarla. Así tenga que sacrificar hasta el último rayo de sol de mis vacaciones en la Costa del Cacao para trabajarla.

Y con una mano sobre el hombro, con sus ojos fijos en los de él, agregó:

–Así me cueste mi propia sonrisa. Y lo despidió con un abrazo

–Gracias hijo, respondió Lisandro Magalhaes Barbosa con la frase entrecortada por la gratitud emocionada, antes de cerrar la puerta trasera del taxi y desaparecer en la cinta asfáltica junto con la manada interminable de automóviles que coexistían en el rigor de la hora pico.

Volvió a su despacho y se puso a trabajar. Trabajó esa noche. Trabajó en el avión, en la mesita replegable donde se sirven los tentempiés. Cuando aterrizó en Ilheus, le pidió al remis que lo transportó a Itacaré que no lo moleste con preguntas porque tenía trabajo. Y nosotros lo encontramos en la mesa del lobby de la Posada Mandala todo concentrado, extasiado, con las herramientas en sus manos artesanas. Porque fabricar una sonrisa es una cuestión de arte. El lo sabe. Y Lisandro Magalhaes Barbosa también lo sabrá pronto: cuando se mire al espejo, y encuentre sobre nuevos cimientos, construida su nueva sonrisa.

Aislante, Molde, Esculpidor Hollenback, y la sonrisa del gobernador Lisandro Magalhaes Barbosa en las mano del Dr. Carvalho

Aislante, Molde, Esculpidor Hollenback, y la sonrisa del gobernador Lisandro Magalhaes Barbosa en las mano del Dr. Carvalho