Fotos: Lorena Rosales
A veces, el sol es alegría incandescente. Otras veces, un emperador oscuro comandando un cielo de Apocalipsis. Su pincel es una extensión de su hipófisis. La decisión es sublime. Transformar el regalo del subconsciente, dar textura a una inquietud sin nombre. Decir lo que nadie se atreve a decir. El sagrado deber del artista.
Colores: las palabras de la luz. Su sintaxis y su travesía hacia el imaginario popular. Epopeyas de viejas embarcaciones que vuelven a bambolearse sobre la paz del río. Pescadores que amasan el silencio del horizonte con remos de nostalgia.
Esta es la historia de “Bahía Africana”. Una historia que revolucionó el mundo del arte en la Costa del Cacao.
La pintura estaba exhibida en la galería de arte Drumond De Andrade, en la calle Lodonio Masa del centro de Itacaré. Reinaba en el centro del escaparate. Esa madrugada Christophe llegó corriendo, pisando con firmeza los adoquines de la época colonial que aún pavimentan algunas calles de la ciudad. Se paró de frente a la vidriera, agitado. El viento del noroeste, castrador de los marineros mas audaces, había dejado unos cincuenta barcos esperando que el mar se tranquilice. Se mezclaba con una lluvia que nunca figuró en los reportes de meteorología. Golpeaba el suelo con persistencia. Sonaba contra el plástico de su impermeable como un aplauso interminable. En una carrera hacia el piso, miles de gotas descendían sobre la cara externa del cristal. Intentó apartar los hilos de agua para verla. Cuando encontró su pintura con sus ojos, lo confirmó. “Bahía Africana” exhibía un cartel de papel cruzado en diagonal. Decía: vendida.
Frunció el seño. Sus manos se transformaron en garras queriendo arañar el cristal. Sintió su corazón latir como una bomba de tiempo alojada en su cuello. Con los ojos humedecidos, sintió la sal al tragar: el gusto de la bronca abriéndose camino por su tráquea.
Cuando la dueña de la galería lo llamó para darle la noticia la noche anterior, no sintió alegría. Estuvo bien lejos de sentir eso. Ella le comentó que el flamante propietario de la obra era un magnate petrolero de Texas, Estados Unidos.
– Te felicito Christophe. Es la pintura mas cara que jamás hemos vendido, le dijo Grace Rosioli
– No se que decirte, respondió Christophe
Le explicó que el cliente ofreció el triple del valor de su cuadro. Pero para Christophe no era una cuestión de dinero. Porque cambiaría su primer cuadro de la Bahía por un puñado de papel moneda. De esos papeles que los gobiernos hacen en serie de miles de millones. De esos que son tan fáciles de reproducir en una máquina que no tiene alma. Todo lo contrario a su creación. Para Christophe, era una cuestión de justicia.
Se imaginó al Texano. Pensó en su barriga forjada en la opulencia y en la ignorancia. Pensó en su carcajada que sonaba hueca como una hipoteca. Pensó en sus impuestos que financian guerras en países que ni sabe que existen. Imaginó su sombrero de “cowboy” que no dejaba ver sus facciones. Si lo pintara, sería un demonio sin rostro en vez de un mecenas de arte contemporáneo.
De frente al escaparate, la fuerza de la bronca le dibujó la yugular en su cuello. Se presionó la boca con la mano, pensando. Dio media vuelta. Se apoyó de espaldas contra el vidrio, y luego se dejó caer despacio al piso. Se quedó abrazando sus rodillas. Su mirada estaba fija en la calle, como la de un halcón. Habían tres adoquines sueltos. El agua, arcilla líquida, venía desde lo alto del morro en una procesión bulliciosa por las orillas de la calle. Después de su viaje desde las nubes al suelo, se llevó los papeles, hizo rodar los cantos, creció como un arroyo, y se desagotó en vano en las alcantarillas: el hombre le puso fin a su vocación. Esas gargantas de hierro anularon su propósito purgatorio. Inhaló el aroma a tierra mojada mezclada con su amargura. Solo el sabía lo que significaba esa pintura. Y ahora, al igual que la lluvia, se perdería en la ignominia de un mundo ordenado por símbolos erróneos. El comercio era la alcantarilla en donde aquella emoción única quedaría sepultada, cimentando un universo intrascendente.
“Bahía Africana” era un ensayo de la inocencia. La mirada de un inmigrante pisando la tierra de sus sueños. Una reconstrucción del paraíso perdido. La excitación de la trasgresión. Claro que en esa luz estaba todo! El astro rey desapareciendo en un oeste infinito, echando su luz cansada sobre las casitas. La esperanza que ofrecían los muslos de las morenas y sus pechos generosos. El sonido de las olas. Los animales sueltos en la floresta, los pájaros. El lenguaje de la gente como una melodía flotando en el bullicio del mercado. La Mata Atlántica y su resistencia estoica. El cacao, la intemperie. El salitre y el yodo. El candomblé, los ritmos. La burocracia francesa de concreto bien lejos, al otro lado del Atlántico. La cárcel de la civilización y su desarrollo alienante. El escapismo. Sus ojos nublados por la liberación. La naturaleza hombre a hombre diciéndole: acá estoy. Soy todo esto Christophe! Hazme el favor y mata a tus falsos profetas de una buena vez! Porque soy lo que te envuelve, te alimenta y te emociona. ¿De veras piensas que hay otra manera de callar los demonios que te persiguen? “Bahía Africana” era la visión única de un mundo que nunca será lo que un día fue.
Si Christophe Campana cruzara de nuevo en una balsa de madera, si desembarcara en la playa de Pontal y luego quisiera reproducir el mismo paisaje, no podría. Las casas serían diferentes. Los sonidos del Río de Contas no serían los mismos. Porque el tiempo había mudado el alma del pueblo. El progreso había borrado parte de la aldea original, dejando solo rastros confusos para que los turistas no se decepcionen del todo. Las miradas de los nativos ya no eran de calidez y cobijo. Su propia mirada no sería la misma, porque Christoph Campana era otro ser en el momento de su descubrimieto. Un ser de pupilas europeas encandiladas. Blandas. Nada sería igual.
Aquel sujeto lo percibiría? Claro que no!
En vez de eso, su obra viajaría en la bodega de un avión, o en un barco. John Smith, o como sea que se llame, la colgaría en una pared para que pase desapercibido en su casa de campo por doscientos años. En su reverso, anidarían las arañas de la indolencia. Por las ventanas abiertas, los rayos del sol de un siglo despintarían su alma de acrílico y óleo. Como un veneno silencioso, la indiferencia se cobraría su vida segundo tras segundo. Con un poco de suerte, sus tataranietos la recuperarían algún día. Finalmente, en el museo del olvido, donde las paredes son bruma, su mensaje se perdería del todo y para siempre.
En la primera pincelada de “Bahía Africana”, sus heridas comenzaron a cicatrizar. Su don de transformar la luz creció en su alma con la fuerza de un bananero furioso de la jungla. Cuando acabó de dar los últimos retoques, el cordón umbilical que lo unía a los prejuicios franceses se cortó, y se fue zigzagueando rumbo a ultramar, como una serpiente desterrada. En ese momento de la pincelada final, renacía en una tierra donde el pasado no significaba nada de nada! Los amores rotos, el pesar, los secretos oscuros de su infancia en la campiña y los demás fantasmas que lo acechaban, serían las páginas de un libro que quedaría cerrado para siempre.
Sentado de espaldas al escaparate, Christophe cerró los ojos y miró hacia el cielo que se derrumbaba contra sus párpados, sus mejillas y su frente. Respiró hondo para desalojar el desasosiego de su pecho. Fue inútil.
Volvió a fijar los ojos en los adoquines sueltos de la calle. Se levantó. Bajo la lluvia miró hacia los costados. Se agachó y tomó el mas pesado de los tres. A esta calle la hicieron los esclavos, pensó. Puso una rodilla en el suelo. Se imaginó a los fazenderos portugueses maltratando a los negros. Debería pesar unos tres kilos. La lluvia era brava, pero imperceptible detrás del remanso de emociones que congelaron su rostro. Se dio vuelta. Hizo tres pasos en dirección al escaparate con la piedra en la mano. Levantó su mano por encima de su cabeza. Sus ojos penetraban la vidriera con saña. Mientras la arrojó, gritó al límite de su capacidad pulmonar.
Se quedó mirando, bajo la lluvia, paralizado por unos segundos. El azar de un golpe de piedra puede cortar los cristales de la misma manera que el cosmos nos determina, con su pulso, la vida misma. Eso pensó mientras veía los vidrios explotar en mil formas irregulares. Por el hueco entraría sin problemas. Una alarma comenzó a sonar. Christophe trepó indiferente hacia donde estaba su obra. La tomó del marco y se reencontró con ella. Tragó saliva. Rememoró cada visión, cada pincelada, cada gota de sentimiento. Fueron treinta segundos de redención.
Abrió su impermeable y colocó a “Bahía Africana” junto a su pecho. Lo cerró, y salió corriendo bajo la lluvia. Ahora nada ni nadie podrá arrebatársela.
– Fue como rescatar a mi primogénito, dice Christophe Campana, visitante ilustre de la Posada Mandala